Todos somos responsables y, por tanto, culpables.

“El siglo XXI es el siglo del progreso.”
Oímos hablar de misiones civilizadoras, de democracia, de igualdad, de libertad. Oímos hablar de derechos humanos, inalienables, inherentes… universales. El mínimo estándar de decencia humana. Universales, pero no lo son.
A menudo podemos caer en la equivocación de creer que hemos cumplido el objetivo. Miramos alrededor y sonreímos, felices en nuestra ignorancia, no queda trazo alguno de injusticia en nuestra burbuja de privilegio y color rosa. Pero la burbuja es rosa por un motivo, la sangre de los que quedan fuera la tiñe de rojo.
Hay millones esperando fuera, gritándo, llorando, golpeando las paredes, desesperados por entrar. Manos pequeñas delgadas y temblorosas. Poca carne y mucho hueso. Pero cerramos los ojos, la sonrisa permanece en nuestro rostro. No es nuestro problema, quedan tan fuera, ten lejos.
Manos que fabrican nuestra ropa, nuestro calzado, nuestro alimento, nuestros móviles y portátiles. Nuestro, nuestro, nuestro. Y aún decimos que quedan lejos. Porque solo son eso, manos y esfuerzo. Sin derechos, sin dignidad, sin igualdad ni justicia.
Niños, mujeres, inmigrantes, pobres… ¿No cuentan ellos con los derechos inherentes de todo ser humano? ¿Acaso no son igual de humanos? ¿Igual de dignos?
Acerca de 4 mil millones de personas no son tratadas como tales, viven en condiciones denigrantes y no cobran salarios dignos. ¿Qué son entonces? ¿Mano de obra barata? ¿Maquinaria? ¿Iguales en dignidad y respeto a las industrias que confeccionan tus zapatillas de último modelo?
¿Ha cambiado el mundo realmente tanto como nos habían hecho creer? El mundo no es perfecto. No es una fantasía idílica. A todos nos gusta confiar en el progreso. Y todo lo que contradice esta idea de desarrollo que hemos construido en nuestra cabeza es mejor ignorado. Hace mucho, mucho tiempo, en un reino muy, muy lejano vivían poderosos señores y pequeños esclavos que les servían bajo unas condiciones denigrantes que atentaban contra su libertad individual. Suena un poco ridículo, algo dejado atrás desde la Revolución Francesa hacía casi tres siglos o la emancipación de los esclavos hace dos. Somos mejores que eso añora. La esclavitud, al igual que el teléfono fijo o la relación entre Brad Pitt y Jeniffer Anniston, es cosa del pasado. Nada más lejos de la realidad…
Es hora de salir de la burbuja, hora de hablar de las víctimas consecuencia de un sistema imperfecto, muchas veces injusto y cruel.
La explotación infantil es un fenómeno real. Es la utilización de menores de edad por parte de personas adultas, para fines económicos o similares, en actividades que afectan a su desarrollo personal y emocional y al disfrute de sus derechos. Es altamente perjudicial y su erradicación, un desafío mundial.
Es importante recalcar que no todo trabajo infantil es explotación.
El trabajo infantil es esclavitud cuando ese trabajo interfiere con la educación del trabajador y cuando se origina por condiciones de vulnerabilidad.
Conflictos armados, orfandad, catástrofes naturales, y situaciones de pobreza, son frecuentemente aprovechadas por auténticas mafias y redes organizadas de explotación infantil.
La explotación infantil es, al mismo tiempo, consecuencia y causa de la pobreza, y en ella se aúnan todas las miserias. Lleva a los niños al sótano en el ascensor social, fomenta mayores índices de analfabetismo, provoca enfermedades y malnutrición, y contribuye a su envejecimiento precoz.
Los niños provenientes de los hogares más pobres y de zonas rurales son sus principales víctimas. Se calcula que a nivel global hay cerca de 152 millones de niños y niñas trabajando indebidamente.
Casi la mitad de ellos, 72 millones, realizan trabajos peligrosos, sobre todo en África subsahariana, en Asia y el Pacífico, y en América Latina y el Caribe.
De acuerdo con la UNICEF, hay trabajo infantil inapropiado cuando se obliga al niño a trabajar a una edad muy temprana, en jornadas excesivas, en condiciones de estrés, en ambientes inapropiados, con exceso de responsabilidad, y bajo salario, sin acceso a la educación, y minando su dignidad y su autoestima; en suma, dificultando su pleno desarrollo social y psicológico.
Uno de los métodos más efectivos para intentar que los niños y las niñas no comiencen a trabajar demasiado temprano es establecer la edad laboral mínima por ley, pero con eso no basta, el control efectivo es esencial, y el apoyo a las familias en riesgo de exclusión, fundamental.
Para poder ponerle fin a este fenómeno es importante entender sus causas.
La tolerancia al trabajo infantil en el ámbito de la economía sumergida, en lugares clandestinos y muchas veces insalubres, y la falta de contratos y por tanto de derechos laborales, convierte a los niños en víctimas propiciatorias para la explotación, la humillación y el maltrato.
Es lo que ocurre con las niñas maquiladoras del norte de México, que trabajan largas jornadas en fábricas, sobre todo textiles, a destajo, y a cambio de salarios de hambre.
O en Asia, con los niños explotados en fundiciones, extrayendo cargas de cristal de hornos a altas temperaturas y sin condiciones de seguridad, sufriendo graves secuelas por fatiga calórica, quemaduras, mermas auditivas, o lesiones oculares por las partículas de vidrio en suspensión, sílice, plomo y vapores tóxicos.
O en África, donde la explotación infantil se da pequeñas zonas mineras, en las que sufren trastornos de salud por la falta de medidas de protección en condiciones adversas, no solo por la tensión física, sino también por lesiones causadas por la desproporción entre su capacidad de resistencia y la carga de trabajo. Igual ocurre en las canteras de países sudamericanos, como Perú o Guatemala.
O en los talleres de curtido y artesanías, en los que pasan largas horas en cuclillas, como ocurre en el tejido de alfombras o elaboración de calzado, además de enfermedades respiratorias, por falta de higiene y exceso de polvo y residuos, les provocan enfermedades por los productos químicos, como benceno, tintes y adhesivos.
Pero en la explotación infantil también hay roles de género: el servicio doméstico es la explotación de las niñas (como las petite bonne marroquíes), especialmente de zonas rurales y pobres, cuyos progenitores las entregan a familias adineradas, con la esperanza de que tengan mejores condiciones de vida pero, en cambio, son esclavizadas y no se les permite acceder a la educación.
La agricultura, la ganadería y la pesca también pueden ser formas de explotación infantil, viéndose expuestos a agentes químicos (fertilizantes o plaguicidas tóxicos, como en las plantaciones de soja), y obligados a una dedicación extenuante.
Por otro lado es importante recalcar que no todo trabajo infantil es explotación.
No es esclavitud cuando se dan tareas apropiadas, que inciden en fomentar las habilidades y responsabilidades del niño.
Muchos trabajadores infantiles y adolescentes han conseguido organizarse en movimientos asociativos (Niños, Niñas y Adolescentes Trabajadores, NATs) y luchan por que se diferencie el trabajo infantil de la explotación.
Además, rechazan que actividades ilícitas como la mendicidad, la prostitución o la delincuencia se identifiquen con las que para ellos son su medio de vida y la única oportunidad, en sus países y su situación, de ayudar a sus familias y salir adelante.
Estas agrupaciones reivindican que se les permita trabajar en condiciones dignas, defendiendo que su trabajo contribuye a su madurez progresiva y su responsabilidad en la adquisición de destrezas, como en el caso de los aprendices.
He aquí la pregunta. ¿Por qué no ha sido erradicada todavía la explotación infantil?
La falta de compromisos políticos firmes por parte de los gobiernos, la inexistencia de una legislación homogénea y efectiva, y la ausencia de políticas sociales con perspectivas de infancia siguen impidiendo la erradicación de la explotación infantil.
La presión internacional es lo único que ha conseguido influir en la erradicación de esta práctica. Grupos empresariales del textil, tras recibir acusaciones por el empleo de mano de obra infantil en Asia, han optado por incentivar códigos internos de conducta y echar a los niños y las niñas de sus factorías, sin preocuparse por su destino ni el de sus familias.
Todos somos responsables y, por tanto, culpables, al comprar sin pensar en qué manos hicieron ese producto más barato, o pasear por una ciudad obviando el hecho de que hay niños y niñas trabajando en las calles, cuando deberían estar en el colegio.
Hace falta conciencia y acción por parte de todos.
Las familias, la infancia y la adolescencia, deben tener acceso a herramientas que les permitan acceder a unas condiciones de vida dignas.
A la vez, se debe sensibilizar al conjunto de la sociedad para que denuncie, reaccione y repruebe el trabajo infantil inaceptable y cualquier otra forma de explotación (también la trata y el tráfico de personas).
Luego hay que dar un paso más. De la sensibilización y el compromiso hay que avanzar hacia una educación universal de calidad y a un compromiso real por la erradicación de la pobreza infantil. Una meta estrechamente ligada con el octavo ODS: acabar con el trabajo infantil para 2025.
Entre lo macro (acabar con la pobreza y el subdesarrollo) y lo micro (fomentar iniciativas locales contra la explotación laboral infantil) se encuentra el camino de los derechos humanos y de la infancia.