Era 27 de Enero de 1945, durante un soleado día con una excelente visibilidad, cuando una avanzadilla de la 332º división de infantería del Ejército Rojo se disponía a realizar una avance sustancial contra los alemanes. Los nazis se encontraban en una retirada organizada, pero la persecución de las tropas soviéticas se vio interrumpida cuando se toparon con un enorme complejo que los recibía con una alegre frase: Arbeit macht frei (el trabajo hace libre). Intrigados por el lugar y la frase, las tropas comunistas entraron en dicho complejo, que parecía haber sido completamente abandonado por los alemanes. Decididos a tomar control del lugar, entraron con las armas en alto, sin saber que poco podrían hacer sus balas contra los recuerdos que se pegarían a sus mentes durante el resto de su vida, condenados a vivir traumatizados para el resto de sus días.
Entraron por la puerta principal, y no tardaron en darse cuenta de que no se encontraban solos, al empezar a ver a gente que se asomaba por los balcones y las puertas. Había de todo, niños, mujeres y hombres de varias nacionalidades, pero todos iguales bajo los uniformes de rayas que cubrían los esqueléticos cuerpos faltos de comida y descanso.
El desconcierto reinaba entre las tropas soviéticas, sin tener ni idea de por qué aquel siniestro lugar, con alambradas y torres de vigilancia, tendría a tantos prisioneros libres rondando por ahí, y los rusos siguieron avanzando, ajenos a la barbarie que el Campo de Concentración de Auschwitz tenía preparada para ellos. Pasaron por cocinas, barracones, casas de oficiales y cuartos cerrados con un olor putrefacto y marcas de arañazos en las paredes, que días antes habían resistido los puñetazos de los judíos a punto de morir desnudos y asfixiados sin saberlo los rusos.
Sin embargo, solo entendieron lo que realmente ocurría ahí cuando encontraron los hornos crematorios con pilas de zapatos y uniformes al lado, unas pilas que llegaban hasta los 4 metros de alto, y que suponían el último signo de la existencia de los judíos que habían pasado por ahí, ahora convertidos en cenizas destinadas a ser utilizadas como fertilizante. La desmoralización fue inmediata cuando finalmente el peso de la comprensión cayó sobre ellos, al haber entendido por fin, que se encontraban ante la mayor industria de asesinato sistemático jamás construida por el hombre.
La toma del campo de concentración por parte de las tropas rusas supuso la liberación de unos 3.000 judíos que se encontraban en el campo en aquel momento, de los cuales alrededor de 1.000 morirían en las siguientes semanas como consecuencia de sus heridas y la desnutrición. Liberado ahora el campo, las banderas y símbolos nazis se retiraron, y por primera vez desde su puesta en funcionamiento, las chimeneas dejaron de escupir humo, dejando en un extraño remanso de paz el sitio con mayor concentración de muertes en un solo punto de toda la Segunda Guerra Mundial.
Anatoly Shapiro, comandante del regimiento 1085°, dijo después de examinar el campo: «Había visto mucho en esta guerra. Había visto a gente inocente morir, gente colgada, incluidos niños, gente quemada, pero no estaba preparado para lo que vi en Auschwitz”. Se calcula que en este campo entraron 1 millón y medio de personas, el 90% judías. En total acabarían muriendo 1 millón de judíos sólo en este campo, como parte de “La solución final”, el plan nazi para acabar con los judíos de manera sistemática como si se tratase de un proceso automatizado en cadena. Fue también el campo donde murieron algunas de las personalidades más conocidas de la guerra, como lo fue Ana Frank, que entró en el campo de concentración junto con su familia para no volver a ver la libertad.
Reducidos hoy a nada mas que recuerdos, sus historias perduran para evitar que el ser humano sea incapaz de hacer algo así de nuevo, y 78 años después los recordamos como las víctimas de una de las mayores masacres de la historia.
Hoy en día lo único que perdura de aquel lugar son museos, memoriales y recuerdos, que simbolizan la crueldad del hombre y la faceta más oscura de la humanidad. Por último, me gustaría dejar un poema de Jorge Plescoff sobre el Holocausto, para quien le apetezca leérselo como muestra de respeto a los que murieron allí.
Holocausto
Si tocas los hornos
podrás sentir los pasos del diluvio
que no llegó a tiempo;
en Auschwitz sólo aceptaron trenes
de carne segada.
El viento solía afirmarse en las alambradas
y llorar, como la lluvia,
cerca de mí, tan cerca,
que casi, casi me tocaba.
Pero éramos tantos,
como a Abraham le prometieron.
Cada campo fue agujero
en el pecho del cielo,
ese cielo que sufrió en silencio
su fusilamiento.
Y luego nuestro dolor sin plumaje,
ruptura de rayo en implícita nube,
grito de parto sin niño.
Me arrodillé tantas veces
que mi cuerpo echó raíces,
y fui combustible de mil hornos
de alabanza a los hielos.
Me recuerdo buscando una flor
para reencontrar mi lenguaje,
tocar con su perfume mi memoria
y alcanzar a Dios.
Pero éramos tantos
y tan anudados mis dedos.
Si los huesos sostienen mi tierra,
cada piedra es responso
por un alma durmiente,
un ejército de esperanzas,
un Pueblo sin despedidas,
un suspiro redentor
que aún no llega,
pero se aproxima