Una vez iniciada la labor, Abel supo que aquello que creaba sería su obra maestra, su legado. Y por ella acabaría por entregarlo con tal de alcanzar la perfección.
Todo comenzó en una tarde soleada. Abel salió al bosque para encontrar madera, con el ánimo de acabar su último proyecto, una ornamentada estantería que le habían encargado.
Fue un paseo agradable y relajante tras varias semanas de intenso trabajo bien hecho, pero al mismo tiempo, empezaba a sentirse decepcionado, notaba un vacío en el pecho que le amargaba el humor. Era su condena, según él mismo asumía, puesto que aunque sentía que no podía dejar de crear, nunca quedaba satisfecho con su trabajo.
Siguió adentrándose en el bosque, pensativo, hasta que por casualidad, vio entre los árboles un claro bañado por la luz del atardecer. Era extraño, pues nunca antes lo había visto. El claro respiraba paz, rodeado de roble viejo y almohadillado por verde hierba que junto con multiformes y coloridas flores daban la sensación de que a una deidad se le habían caído todos los colores de su paleta.
Deslumbrado por la belleza del lugar, se dirigió al centro del claro y dejó su hacha en el costado, recostándose en una roca que se mantenía por arriba aquel paraíso multicolor. Mientras se adormecía al compás de un suave viento que creaba en la hierba músicas e imágenes de patrones imposibles, no pudo evitar desear que algún día fuese capaz de encontrar en su obra la perfección que en ese prado se derrochaba. No fue hasta el anochecer cuando Abel salió de su letargo. Extrañado, tenía la sensación de haber dormido durante años.
Se incorporó vigorosamente, notándose descansado y sin la angustia que le venía persiguiendo durante el día, por lo que dirigió un vistazo alrededor, agradeciendo al claro el favor que le había prestado. Mientras se agachaba para recoger su hacha, se percató de que un nuevo árbol crecía en donde antes se hallaba la roca. Admiró pasmado el tronco blanco y hojas rojizas, que se mantenían estáticas, desafiando al viento que soplaba sutilmente entre ellas. Abel no se dio cuenta de cuándo había cogido el hacha, pero como por el influjo de un hechizo que guiaba suavemente su mano, empezó a talar el árbol. La madera era dura, persistente en su empeño de mantenerse en su sitio, y durante todo el proceso, pese a estar seguro de que cuando se acostó el árbol no estaba, tuvo la sensación de estar acabando con algo inmemorial.
Era noche cerrada cuando Abel volvió a su hogar con el tronco a cuestas, sin embargo, pese a tener la hoja del hacha mellada y la cabeza perlada con de sudor, se sentía renovado, sin ganas de dormir. Tenía que realizar un proyecto, el suyo, aquel que rompería con su maldición.
Primero empezó por elegir una parte del tronco y coger las herramientas, que colocó ordenadamente sobre la mesa. Tras estar satisfecho, inspiró hondo y con máxima concentración realizo la primera hendidura en la madera, sin embargo, apenas consiguió realizar una muesca en la corteza. Esa noche talló con furor, luchando contra aquella madera que parecía resistirse ante el cincel. Cuando el sol asomó finalmente por la ventana tenía las manos doloridas y se sentía profundamente inseguro: no era perfecta, no era digna su obra de tal trabajo, de aquel regalo que le había arrebatado al claro maravilloso, de ahí que lo castigara con la imposibilidad de realizarla. Frustrado ante su falta de juicio y habilidad, se decidió por continuar hasta conseguir el resultado perfecto. Pese a todo, por mucha energía que puso en la idea, no era capaz de pensar en nada que fuese capaz de lograr la perfección que la pieza demandaba, por lo que, aún sin decidirse, Abel fue a dormir, estando aquella noche sus sueños enturbiados por grotescas visones de figuras amorfas, rotas y deformes que lo señalaban con sorna y reproche.
Despertó muy azorado y cansado, aunque decidido a continuar. Se lavó rápidamente la cara y desayunó, tras ello, cogió su hacha y fue al exterior, pues pensó que así podría abstraerse de aquel duro dilema. El bosque le resultaba familiar y agradeció la frescura de la hierba y el trinar de los pájaros. Los árboles le acogieron suavemente en su regazo, disfrutando del rocío matinal. En aquel momento de paz e inspiración, supo el carpintero lo que debía hacer.
Entusiasmado, corrió al pueblo cercano y compró nuevas herramientas y comida mientras hablaba extasiado de su nueva obra y de cómo había hallado el claro y la perfección, aunque sin revelar qué era lo que se proponía realizar. Los jóvenes le elogiaron que hubiese encontrado su pasión perdida, pero los ancianos le dijeron que desistiera, puesto que la búsqueda de la perfección era inalcanzable. Sin embargo, no dejándose llevar por su falta de entusiasmo y encendido por un frenesí inexplicable, Abel les hizo una promesa: no volvería al pueblo hasta acabar su cometido.
Poco tiempo después, en el pueblo se fue generando una gran expectación por ver qué era aquello en lo que trabajaba el carpintero, comenzando a correr rumores de que ya no comía ni bebía, puesto que nunca se le veía fuera de casa. Los niños jugaban en las cercanías del bosque y contaban historias de como este sólo salía de su cabaña con la luna llena, convirtiéndose para ellos en un ser misterioso, un mito . En contraste, para los adultos, esto se convirtió en una excusa para hablar sobre la mesa. Pronto empezaron a hablar de su proyecto y de si sería o no merecedor el resultado de la espera, haciendo de él objeto de apuestas y debates. Por su parte, los viajeros que llegaban al pueblo siempre decían que en la cabaña del bosque se oían, constantes, los ruidos rítmicos y repetitivos del tallado y pulido de madera.
Tres meses pasaron y nadie sabía ya nada de Abel y su obra, que se alzaba ahora desafiante ante su creador, que analizaba cada ángulo y curva de esta con una mirada cada vez más enfermiza. Tenía que terminarla, estaba tan cerca… se repetía a cada rato mientras observaba que tras cada pulida e incisión se revelaba otra que necesitaba ser dada. Con tozudez trabajaba sin descanso, notándose en su interior cada vez más lejos de visualizar su objetivo realizado. Cuando se quiso dar cuenta, dejó de sentir su trabajo, dejándose llevar hasta el punto de que todas las noches soñaba con el claro, el árbol y las figuras. A veces los sueños eran placenteros, donde el árbol cubría los rayos de sol con su sombra y gozaba de un eterno y cálido atardecer. Sin embargo, y cada vez más a menudo, tenía sueños con el árbol talado mientras el claro lloraba porque aquel carpintero le había extirpado su tesoro. Esos días se levantaba nervioso y con temblores que hacían de su trabajo un constante martirio personal, llegando incluso a haber días donde temblaba durante minutos mientras observaba sus curtidas manos, impotente, preguntándose si acaso era él capaz de crear perfección, de completar aquel proyecto que se había colado hasta lo más oscuro y profundo de su alma.
Pasaron los días y Abel siguió tallando con la esperanza de que su entrega y esfuerzo se vieran reflejados. No obstante, la perfección lo eludía. Se pasaba horas mirando y pensando en cómo refinarlo, quedando siempre sin respuesta. Hasta tal punto llegó su miseria, que una noche mientras soñaba, cogió un martillo y clavos y se los clavó a su obra, tratando de acabar así con el desgarrador llanto del claro.
Aquella visión lo levantó de golpe; mareado, teniendo la sensación de verdaderamente haber vivido aquel sueño, fue corriendo al taller y suspiró con alivio al comprobar que todo estaba en orden, ya que para él aquel sueño le había parecido más real que la vida misma… Con todo, volvió al trabajo, aunque, por alguna razón, ninguna de sus herramientas era capaz de hendir o pulir la madera. Asustado, se sentó y reflexionó mientras trataba de descifrar qué ocurría. Su mente volaba alrededor de su creación, de su incapacidad de terminarla y su insaciable necesidad de continuar. Había sacrificado demasiado para parar ahora. Inmediatamente después de llegar a esta conclusión, se notó de nuevo poseso por aquel influjo que lo dominó en el claro y, pese al miedo en su alma, arremetió con el cincel y martillo, tallando aquel tronco contra su propia voluntad. Cada golpe y marca suponían un intenso dolor que no supo localizar de dónde venía y que se volvió cada vez más intenso con cada nueva hendidura realizada. Esa noche, sin embargo, Abel supo que gracias a aquel insoportable sufrimiento, aunque hubiese sido por un breve momento, había encontrado la perfección.
Al día siguiente, Abel cogió risueño el cincel, mas aquel día pasó mientras observaba con estupor como de nuevo las herramientas no hacían mella en la madera. Sus manos le dolían del esfuerzo y frustración. No podía más, lo había entregado todo. Cansado y habiendo perdido la esperanza, el carpintero se sentó en el banco de trabajo descorazonado, donde lloró impotente ante aquel trozo de madera que lo retaba y humillaba. Todo ese rato, en su cabeza, resonaba como un mantra la misma oración: “Coge el martillo”.
Los días que siguieron a este acontecimiento fueron los peores, puesto que él sabía que, por un instante, había conseguido alcanzar la excelencia deseada, la había sentido entre sus dedos, y tras ella volver a esconderse, el resto de su trabajo le parecía vasto e inútil. Además, el las noches soñaba con su obra, que se regocijaba ante su impotencia. En ese sueño, Abel siempre se arrodillaba llorando y pedía acabar su proyecto, a lo que la estatua le respondía: “coge el martillo y clava en mí lo que desees, será la única forma en la que satisfecho estés”.
Con el paso del tiempo, viéndose incapaz de avanzar y encontrándose cada vez en un estado más deplorable, Abel fue perdiendo la cordura hasta que una mañana despertó y, enloquecido, miró cómo los primeros rayos de sol caían sobre la estatua. Con un último estertor de raciocinio, cogió el martillo y tomó su decisión.
Ese día en el pueblo había un festival, puesto que era el comienzo de la temporada de cosecha. Todo el pueblo se hallaba en las calles a la luz cálida de bombillas, antorchas y velas. Los niños corrían entre la multitud, jugando entre los estantes y atracciones de la pequeña feria que se había formado en la plaza central. Los lugareños disfrutaban y se sentaban hablando de cosas como la siega, el ganado, los impuestos o los precios debido a la sequía que azotaba al país. El pueblo brillaba y bullía sacando todos los colores en su noche de gala. Extraños olores inundaban cada rincón: carne, dulces, especias, resina y polvo que levantaban los danzarines al son de una alegre música. Aquella noche nada era tristeza ni preocupación. Todo marchaba bien hasta que, de repente, un anciano que vivía a las afueras llegó corriendo gritando “¡FUEGO, FUEGO!” Ante la alarma, los lugareños lo calmaron y preguntaron de qué dirección venía, a lo que el anciano señaló en la dirección del bosque.
Sin perder un instante ante el riesgo de perder sus cosechas, decidieron mandar exploradores a caballo mientras el pueblo se organizaba para responder ante la amenaza. Poco después volvieron los jinetes con gesto preocupado, ya que lo que se quemaba no era el bosque, sino la casa del carpintero.
Gracias a la rápida intervención y la dirección del viento, el incendio fue controlado fácilmente, pero eso no tranquilizó a los aldeanos, puesto que no encontraron ni rastro de Abel.
Tardaron dos días en terminar de quitar toda la ceniza y escombros de la casa, no obstante, seguían sin localizarle. Lo único que encontraron fue una magnífica estatua de madera blanca como el marfil con cuarenta y ocho clavos en el pecho que lo representaba a él con una expresión dulce y relajada en posición de trabajo. Tan hermosa era la escultura que el pueblo decidió colocarla en el centro de la plaza junto a la inscripción:
“Cuarenta y ocho clavos necesitó el carpintero
Para llegar a su último destino agorero
Sin rastro ni sombra, en el claro perdido
Talla eternamente el desdichado poseído”
Desde entonces, cuenta la leyenda que cuando vas la noche de luna llena al claro del bosque, encontrarás al carpintero tallando suavemente su efigie bajo la sombra de un gran árbol blanco.